La biblioteca de Stockhausen
En más de una ocasión se ha comparado a Kafka con Lewis Carroll, matemático y autor de Alicia en el país de las maravillas. Los textos de uno y otro, se ha dicho, están más cerca del laberinto que del teorema. La obra Klavierstück XI, en cambio, puede ser leída en ambas claves: por un lado, la construcción formal de sus componentes básicos comprende un complejo y minucioso mecanismo de reglas; por otro lado, el orden y las repeticiones de tales componentes se determina de modo aleatorio, en un dispositivo que podría verse como un análogo musical de la asociación libre.
La construcción es, a grandes rasgos, la siguiente. En primer lugar, de acuerdo con los métodos del científico -o quizás del artesano- el compositor elabora cierto número de matrices, entendidas como meros rectángulos de números. A partir de dichas matrices se definen estructuras rítmicas que luego se combinan en una matriz única de 6 filas y 6 columnas. Finalmente, de un modo comparable a la lógica clásica (que distinguió, entre los 64 posibles silogismos, los 19 que representan formas válidas de razonamiento), se eligen 19 de las 36 estructuras disponibles para constituir los fragmentos sonoros con los que se desarrolla la obra. A continuación, estos fragmentos se escriben sobre el papel de la partitura en una configuración destinada a establecer una (¿ficticia?) situación de equiprobabilidad.
Tal es el material con el que cuenta -por decirlo de algún modo- el ejecutante: cada interpretación consiste en una secuencia aleatoria de los mencionados fragmentos. En rigor, no se trata de una secuencia verdaderamente aleatoria pues se prescribe una limitación: luego de producirse uno de los fragmentos, el intérprete debe elegir cualquiera de los otros pero sin repetir el que acaba de tocar. Por otra parte, el momento exacto de detención no es previsible, aunque está preestablecido de antemano por una regla precisa: la pieza concluye cuando cualquiera de los fragmentos se repite por tercera vez. De esta forma, se cumple una suerte de designio, prefigurado ya por la secuencia en su propia génesis. De acuerdo con los dictados de la combinatoria, las diferentes ejecuciones permiten desplegar una multiplicidad de variantes; sin embargo, al ser acotadas en su longitud, la cantidad total de secuencias es necesariamente finita y su número es calculable. En efecto, todos los fragmentos, salvo el último, se repiten a lo sumo dos veces; en consecuencia, la secuencia no puede tener una longitud mayor a 39 fragmentos.(1)
El conjunto de todas las secuencias posibles se organiza entonces según el modo propuesto en la borgeana biblioteca de Babel, cuyo narrador imagina ilimitada y periódica. Merece una mención especial el hecho de que Borges dijo que, al escribir este cuento, intentó “ambiciosa e inútilmente” ser Kafka. La biblioteca contiene en sus anaqueles todas las posibles combinaciones de un alfabeto compuesto por 25 signos: las 22 letras, la coma, el punto y el espacio. En ella se encuentra la totalidad de las producciones del lenguaje; cuando los hombres se dieron cuenta de esto, se sintieron poseedores de un secreto e intacto tesoro. Pero tenerlo todo es no tener nada: así como alguno de los libros escribe -por ejemplo- un relato de nuestro destino, asimismo pueden encontrarse múltiples versiones falaces de tal destino sin que haya forma de saber cuál es la verdadera. Según Borges, cualquier combinación de letras encierra un terrible sentido en alguna misteriosa lengua; por ejemplo,
axaxaxas
que, según puede comprobarse. pertenece al peculiar lenguaje de Tlön.(2)Cabe decir que, en un mundo así, el simple hecho de hablar se volvería insoportable, pues cualquier pieza de discurso se encontraría ya escrita en alguno de los volúmenes de los inagotables anaqueles. Como sea, los libros tienen una longitud que es respetable pero siempre acotada: 410 páginas de unos 3200 caracteres cada una, lo que da un total de 25^1312000 (25 elevado a la 1312000) libros. Muchísimos, pero finitos: eso permite asegurar que la biblioteca, de ser infinita, por fuerza debe repetirse. En tal caso nada nos impide, como Borges, imaginarla periódica.
A fines de tranquilizar al espectador, conviene aclarar que en esta charla se abordará solamente un número finito de temáticas y, desde ya, mucho menor que el número de posibles libros de la biblioteca. En efecto, nos dedicaremos a discutir apenas las nociones de finitud e infinitud, combinatoria y de aleatoriedad, entendida como ausencia de estructura. De un modo que puede parecer tautológico, la matemática suele denominar “infinitos” a aquellos conjuntos que no son finitos. Sin embargo, por uno de esos inesperados matices que tiene la teoría de conjuntos, existe también una forma positiva de entender el concepto de infinito, no como negación de la finitud sino, simplemente, como el de un conjunto equivalente a algunas de sus partes. Casi no hace falta agregar que este concepto fascinó también a Borges e inspiró, entre otras creaciones, su célebre Alef.
La combinatoria, en cambio, se mantiene en el terreno de lo finito, y se ocupa de las diferentes maneras de ordenar, acomodar o arreglar los elementos de un conjunto. Entre sus incumbencias se puede encontrar también el origen de la teoría de probabilidades, pensada en el sentido clásico (y, por supuesto, insuficiente) como un conteo de casos favorables sobre un total de casos posibles. Tal es la idea elemental que se encuentra ya en Laplace, aunque cabe efectuar una observación fundamental, también pertinente en el marco de Klavierstück XI: la noción de equiprobabilidad lleva implícita una petición de principios. Cuando decimos que, al arrojar una moneda al aire, hay un 50% de chances de que salga “cara”, por un lado estamos excluyendo un sinnúmero de otros eventos posibles (por ejemplo, que un ave nos arrebate la moneda en pleno vuelo); por otro, suponemos una moneda ideal, que no tiene mayor tendencia a caer de un lado que del otro. Este requisito nunca podrá ser satisfecho por una moneda material, pues cualquier avatar de su construcción o diseño sería causante de un desequilibrio que la teoría considera ilegítimo. Una efigie de un prócer de nariz más prominente, pongamos por caso, provocaría que la moneda salga “ceca” con mayor frecuencia. La partitura de Stockhausen, más allá de toda aspiración teórica, es material: su afán de encontrar una distribución en la hoja que permita emular una elección azarosa no es más que una ilusión. Eso no quita mérito a la construcción, aunque nos lleva a reflexionar seriamente acerca de la libertad de algunas de nuestras elecciones.
Unas palabras finales respecto del azar. Más allá de las definiciones (o quizás: indefiniciones) tradicionales, la lógica del siglo XX ha encontrado un nuevo y notable modo de entenderlo en términos de información. Imaginemos que tenemos que transmitir una secuencia pero, al modo de los antiguos telegramas, cada signo que enviamos resulta muy costoso. Entonces queremos reducirla lo máximo posible, y buscamos ciertas regularidades, patrones que nos permitan comprimir la información transmitida de modo tal que el receptor pueda reconstruir fielmente el texto original.
Una secuencia azarosa es aquella que esencialmente no se puede comprimir; vale decir, que requiere una cadena de longitud similar a la original para ser descripta. Cuando las secuencias tienen cierta estructura, entonces siempre es posible encontrar patrones: de esta manera, la aleatoriedad puede entenderse como ausencia de estructura. Ahora bien, -¡mala suerte!- resulta que es precisamente por medio de la compresión que comprendemos el mundo; por eso el azar nos confronta con aquello que es incomprensible. Según el matemático G. Chaitin, quien estudió a fondo estas nociones, podemos decir que comprensión es compresión: a su modo de ver, nuestra manera de entender el mundo dice más sobre nosotros que sobre el mundo. Esto nos hace pensar que, en el fondo, quizás toda la matemática no sea más que el resultado de una larga e incierta introspección.
Notas
(1) Según se ha calculado, el número de secuencias posibles es
17423935148332958167310127282862901334594
de modo que su ejecución consecutiva, sin dar tiempo al intérprete de descansar entre una y otra, llevaría varios millones de siglos. Respecto de las secuencias al azar se ha dicho que la moneda no tiene memoria, en el sentido de que en cada tirada la probabilidad de obtener cara vuelve a ser 1/2, sin que importe cuál fue la serie de resultados previos. En el caso de esta obra, podríamos decir que la moneda no tiene memoria, pero el intérprete sí: a corto plazo, pues debe recordar el último fragmento ejecutado para no repetirlo; a largo plazo, pues debe recordar la lista de fragmentos ejecutados para determinar el momento en que uno de ellos se repite por tercera vez.(2) Vale la pena señalar que dicha combinación no sería válida bajo las reglas de la obra de Stockhausen, pues la palabra debería concluir al aparecer la letra a por tercera vez.